miércoles, 9 de noviembre de 2011

Grandes Comienzos. Poderes Terrenales.

Vamos a inaugurar una nueva sección denominada, como se habrán dado cuenta, Grandes Comienzos. Aquí incluiremos en un principio novelas y quizá también algún cuento. Hoy presentamos a una de las más reconocidas novelas de Anthony Burgess, Poderes Terrenales.



1


Era la tarde de mi ochenta y un aniversario, y yo estaba en la cama con mi ganimedes, cuando anunció Alí que había venido a verme el Arzobispo.
- Esta bien, Alí –dije, en trémulo español, a través de la puerta cerrada del dormitorio principal-. Llevale al bar. Sirvele algo de beber.
- Hay dos, su capellán también.
- Bien, bien, Alí. Sírvele también algo a su capellán.
Me retiré hace diez años de la profesión de novelista. No tendrá más remedio que admitir el lector, sin embargo, si es que conoce algo de mi obra y se toma la molestia de releer ahora esta primer frase, que nada he perdido de mi vieja astucia para maquinar lo que se llama un impresionante principio. Pero no hay, en realidad, ninguna maquinación en el asunto. La realidad juega a veces en las manos del arte. Que tenía ya ochenta y un años no podía dudarlo siquiera: a lo largo de toda la mañana habían llegado telegramas de felicitación ractificándolo. Geoffrey, que estaba poniéndose ya sus estrechos pantalones de verano, era, digamos mi Ganimedes o amante masculino, además de mi secretario. El arzobispo era, desde luego, un arzobispo auténtico. La hora, poco más de las cuatro de la tarde de un día de junio maltés… el 23 para ser exactos y para ahorrar a los verdaderamente interesados la molestia de consultar el Who’s Who.
Geoffrey sudaba demasiado y estaba engordando muy de prisa (¿por qué digo muy de prisa? Geoffrey nunca hacía nada muy deprisa). La vida, creía yo, le resultaba demasiado fácil a aquel muchacho de treinta y cinco años. En fin, el momento de nuestra separación no podía demorarse mucho más, por la simple naturaleza de las cosas. Geoffrey no se sentiría muy complacido cuando asistiera a la lectura de mi testamento. Yo también lo haría por él, pero póstumamente, póstumamente.
Me quedé un ratito echado, desnudo, moteada la piel de manchas, cetrino, flaco, fumando un cigarrillo que debería haber sido postcoito, pero que no lo era. Geoffrey se puso las sandalias resollando, arrugando la barriga en tres masas de grasa al agacharse. Luego se puso la cazadora florida. Por último, se ocultó tras las gafas de sol, que era del género insolente, de esas cuyas convexidades chispean metálicos espejos hacia el mundo. Contemplé en ellas con claridad mi cuello y rostro octagenarios, la anciana severidad famosa de quien ha vivido la vida muy intensamente, los tendones descarnados, lo mismo que cables, la clara anatomía de las quijadas, el cigarrillo Fribourg and Treyer en su boquilla Dunhill relacionándome con una época en que fumar era un acto que exigía elegancia. Contemplé sin rencor aquella doble imagen, mientras Geoffrey decía:
- ¿Qué demonios andará buscando el arzobispo? Quizá venga a traer una bula de excomunión. Envuelta en un vistoso papel de regalo, por supuesto.
- Llega con sesenta años de retraso –dije yo.

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