sábado, 10 de septiembre de 2011

Wilde por Eduardo Galeano


El lord chambelán del reino británico era bastante más que un camarero. Entre otras cosas,
tenía a su cargo la censura del teatro. Con ayuda de sus expertos, decidía que obras debían ser cortadas o prohibidas para proteger al público contra los riesgos de la inmoralidad.
En 1892, Sarah Bernhardt anunció que una nueva obra de Oscar Wilde, "Salomé", iba a inaugurar su temporada en Londres. Dos semanas antes del estreno, la obra fue prohibida.
Nadie protestó, salvo el autor. Wilde recordó que él era un irlandes viviendo en una nación de tartufos, pero los ingleses le festejaron el chiste. Este panzón ingenioso, que llevaba una flor blanca en el ojal y en la lengua una navaja, era el personaje más venerado en los teatros y en los salones de Londres. Wilde se burlaba de todos y también de sí mismo: --Yo puedo resitir todo, menos la tentación -- decía.

Y una noche compartió su lecho con el hijo del marqués de Queensberry, fascinado por su belleza lánguida, misteriosamente juvenil y a la vez crepuscular; y ésa fue la primera noche de otras noches. El marqués se enteró, y les declaró la guerra. Y la ganó. Al cabo de tres procesos humillantes, que ofrecieron cotidianos banquetes a la prensa y desataron la indignación de los ciudadanos contra este corruptor de costumbres, el jurado lo condenó, por haber cometido actos de grosera indecencia con los jovencitos que tuvieron el placer de denunciarlo. Dos años estuvo en la cárcel, trabajando a pico y pala. Sus acreedores remataron todo lo que tenía. Cuando salió, sus libros habían desaparecido de las librerías y sus obras de los escenarios. Nadie lo aplaudía, nadie lo invitaba. Vivía sólo y a solas bebía, pronunciando, para nadie, sus frases brillantes. La muerte fue amable. No demoró. ("Espejos", Eduardo Galeano)

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Muchas gracias a Marcos Miquelez, futuro autor de la editorial, por mandarnos el extracto.

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