domingo, 4 de septiembre de 2011

Gombrowicz por Saer



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S
er polaco. Ser francés. Ser argentino. Aparte de la elección del idioma, ¿en qué otro sentido se le puede pedir semejante autodefinición a un escritor? Ser comunista. Ser liberal. Ser individualista. Para el que escribe, asumir esas etiquetas, no es más esencial, en lo referente a lo específico de su trabajo, que hacerse socio de un club de fútbol o miembro de una asociación gastronómica. La posibilidad de ser perceptible como tal o cual cosa bien definida en el reparto de roles de la imaginación social es un privilegio del hombre, no del escritor. Del hombre –es decir de la primera ficción que debe abolir, como si fuera una estética ya perimida, el escritor de ficciones. La certeza de esa desnudez no sólo orienta o preside, sino que incluso es la justificación última de su trabajo.
A priori, el escritor no es nada, nadie, situación que, a decir verdad, metafísicamente hablando, comparte con los demás hombres, de los que lo diferencia, en tanto que escritor, un simple detalle, pero tan decisivo que es suficiente para cambiar su vida entera: si para los demás hombres la construcción de la existencia reside en rellenar esa ausencia de contenido con diversas imágenes sociales, para el escritor todo el asunto consiste en preservarla. La tensión, de su trabajo se resume en lo siguiente: no se es nadie ni nada, se aborda el mundo a partir de cero, y la estrategia de que se dispone prescribe, justamente, que el artista debe replantear día tras día su estrategia. Esta, y no el individualismo recalentado que se le atribuye, es la verdadera lección de Gombrowicz. "Su pensamiento", dice en una página del Diario, refriéndose a Camus, "es demasiado individualista, demasiado abstracto". Y unas líneas más abajo: "¿Conciencia? Aunque tenga conciencia, como todo en mí, es más bien una semiconciencia y una cuasi conciencia. Soy semiciego. Soy casquivano. Soy de cualquier manera".
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